sábado, 18 de octubre de 2008

¡Al fondo hay sitio!


A pesar del terco empeño de convertir nuestra urbe en un no-lugar, franquiciando a marchas forzadas todo lo que puede singularizarla, todavía existen en mi ciudad algunos lugares inequívocos. Lugares que, si bien nunca llegarán a ser monumento nacional, algunos los consideramos patrimonio de nuestra memoria y anhelamos su supervivencia porque tenemos la sensación de que la nuestra está íntimamente unida a pasar por su puerta sin encontrarnos un Zara, Ginos, Starbucks o Dunkin Donuts.

Hoy traigo a mi virtual rellano uno de esos lugares, quizás con el afán de que permanezca y pueda acercarme siempre a su cristal, percibir el olor a fritura y trasladarme mágicamente a todos los momentos compartidos con su existencia.

Cuando comenzaba a descubrir mi ciudad, los domingos de rastro, de la mano de mi abuelo hacíamos la obligada parada en los aledaños a la Plaza Mayor para tomarnos ese increíble y económico bocadillo de calamares mientras observábamos las monedas y billetes que unos señores vendían en los soportales que circuncidan la plaza. Era cuando mi abuelo me contaba que en la guerra había dos monedas distintas, que un día entraron en un pueblo y no recuerdo porqué circunstancia había multitud de dinero nacional desparramado por el suelo. Él se acercó, agarró un fajo que llevó consigo durante un tiempo pero que finalmente abandonó, convencido de que no tendría valor al acabar la guerra, porque la victoria era de los suyos. Cada vez que me contaba esa historia yo le preguntaba que por qué estaba tan seguro; y él, si mil veces que le preguntaba, mil veces me repetía: hijo mío, para empezar porque teníamos la razón.

Mi abuelo era un bicho de campo, pero su memoria estaba íntimamente unida a mi ciudad porque a su vez, Madrid era irremediablemente inseparable de los años que le marcaron y a los que recurría repetidamente como obligado a no traicionar con el olvido todo por lo que un día decidió presentarse voluntario en las inmediaciones de Atocha.

Más adelante, emancipado ya de su mano, repetía este dominical itinerario, ya adolescente y acompañado unas veces de amigos, otras del corazón de la chica que quería conquistar, seguro de que ese recorrido era una apuesta segura. Por navidades, cuando recibía la visita de algún primo, era también de obligado cumplimiento mientras actualizábamos nuestra vida en el último año.

Los años han pasado, los contextos quizás hayan cambiado pero, por fortuna, el ritual del bocadillo de calamares, es todavía una de las coordenadas de mi trashumar urbano: Hacerse paso entre la muchedumbre que se agolpa en su puerta, tímidamente intentar cruzar la mirada con el camarero mientras le indicas dos de calamares y te vas haciendo con un buen número de servilletas que custodias en una mano a la vez que cuentas las monedas con la otra.

¡Al fondo hay sitio!

3 comentarios:

Fernando Herrero dijo...

El bar de los calamares. Yo recuerdo que me pedía dos bocatas, de calamares y de otra vianda. Y muchos minis de cerveza.
Como bicho con pasado sedentario, para mi el bar de los calamares estaba asociado únicamente al último día de clase antes de las fiestas de navidad. Me dirigía como borrego hacia la meca, en busca del dorado en forma de barril lleno de alcohol, con parada obligatoria en el bar de los calamares.

Anónimo dijo...

Es cierto. Ése es el encanto de los lugares en los que hemos vivido, y cuya invariabilidad nos hace revivir momentos ya lejanos y que, sin embargo, se nos permite recrear con un sentido de la cercanía casi imposible.

Me llamó la atención leer tu artículo, porque hace poco en un documental a cuenta de la memoria histórica, un historiador dijo que nuestra guerra fue la guerra de todos los que se sintieron unidos en torno de una causa noble, justa, y que nuestra guerra puso fin a ese sentimiento de unión, porque enseñó a los idealistas que la victoria no siempre está del lado de la razón.

Y entonces me acordé de tu abuelo, a través de tus palabras, cuando aún se extrañaba de aquella pregunta, cómo íbamos a pensar en perder, si teníamos la razón...

Qué tristes tiempos para tan grandes hombres, vivos aún en nuestro recuerdo, en nuestras calles, y en bares como el que comentas.

Besos

Victor (desde Malaga)

Anónimo dijo...

Los domingos de rastro y bocadillo de calamares también forman parte de mis recuerdos, la mayoría seguidos de picnics al sol por cualquier plaza, o parque de madrid. Precisamente disfrutar de estos pequeños tesoros de la vida en compañía de otros es lo que la hace el mundo más hermoso.

JANA