El domingo pasado, como bicho de mi especie que soy, cumplí con el ritual de reecontrarme con viejos compañeros de viaje de los cuales, a pesar de que su ir trashumante les ha llevado a confines vitales muy distintos a los míos, conservo su amistad como un manantial al que con rigurosa periodicidad recurro a bucear en las reconfortantes aguas de las impresiones compartidas, los anhelos conjuntos, las confidencias ya insignificantes, el flash back melancólico y mil veces repetido, pero sobre todo de la compañía en las alegrías y preocupaciones presentes.
Todos paramos por esta u otra urbe, tan cerca pero tan lejos en nuestro diario acto de enfrentarnos a la vida. Pero los años en los que compartimos camino nos regalaron miles de horas de cafetería y biblioteca; y con ello la posibilidad de trenzar lazos que, a pesar del tiempo y de las infinitas combinaciones que la vida urbana ofrece, se han mantenido fuertes en su esencia.
Como suelen llevarse a cabo estos actos de reencuentro periódico, inmortalizamos el momento con una comida a la que acudimos desde los distintos confines de nuestra compartida y a la vez atomizada ciudad. Y tras la comida, el café en uno de esos lugares que han visto pasar generaciones tan distintas como inequívocamente urbanas.
Comoquiera que este Café Comercial ha sobrevivido a transiciones, movidas madrileñas, globalizaciones y toda clase de abatares que han sucedido en sus años de existencia; parece que se ha convertido en uno de esos lugares mágicos donde todavía puede verse convivir a la vez a adolescentes en sus primeros pasos de conquista del centro de la ciudad, parejas en acto de inmortalizar cada momento de su incipiente enamoramiento, viejos amigos como nosotros que se reencuentran, devoradores de prensa y puro, y un largo etcétera de fauna humana que habita la metrópoli.
Sin embargo, lo que llamó la atención de mi siempre por sorprender corazoncito de espectador, fue descubrir en su planta primera que allí se convocaban a singular batalla de ajedrez un buen número de señores, a la par que sus consortes hacían lo propio en distinta modalidad. No pude evitar clavar mi mirada en estos dinosaurios urbanos que siguen nutriéndose de aquellas pequeñas cosas que la amistad brinda.
Y anhelé tener un futuro que sobreviva al afán franquiciador de la sociedad del buenconsumo, anhelé un futuro lo suficientemente lúcido como para no robarnos el derecho a bienperder nuestros días acompañados de los viejos compañeros de viaje.
4 comentarios:
¿Y cómo pudiste robar su paz con estas fotos? Supongo que como buen bicho te camuflarías para luego compartirlo con nosotros, y, sobre todo, con la bella poesía con la que describes tus experiencias.
Eres buen bicho.
Esta bien que Carlos robe esas fotografías. En realidad los préstamos que nos van a hacer pensar, junto con sus palabras, sobre lo que espero que lleguemos a ser. NO me importaría rozar esa edad a mí tampoco en tu compañia, Carlos. Así que tendré que buscar un ajedrez e ir preparándolo. El Comercial estará ahí, después de los años que nos queden.
Ojalá sigan allí, después de todo: el bar y los buenos amigos...
Pues yo estaba ahí, con Carlos, compartiendo ese privilegio, y la verdad no me dí cuenta de que sacara esas fotos que, ciertamente, son del lugar y del momento.
Leída esta entrañable entrada del blog, también debo decir que su lectura me ha servido para recordar, para dcir, si es verdad, estaban allí¡¡¡¡¡
Lástima que aprecie estas cosas a través de los ojos ajenos. Este bicho va a mil por hora, y los arboles no le dejan ver el bosque.
Algo tendré que hacer.
Un beso, Carlos.
Victor
Joven escribe usted muy bien, que sepa que yo sí le ví espiando, pero me hice la tonta, pero no le reprendo porque el resultado ha merecido la pena. La próxima vez espero que me avise para poner carmin y colerete...
Besos
Nocilla
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